Sociedad Cultural José Martí, La Habana
18 de febrero de 2014
Tema del Panel: ¿Por qué escribimos para niños?
Integrantes: Ignacio Martínez (Uruguay), Hugo Mitoire (Argentina), Enrique Pérez Díaz (Cuba) y Armando José Sequera (Venezuela).
Estimados amigos y amigas que han venido generosamente hasta aquí para oír nuestras palabras. Queridos participantes de este panel que me honra. Quiero agradecer a todos ustedes por estar acá. También quiero agradecer a la Feria Internacional de Libro, a mi amigo escritor Enrique Pérez Díaz, Director de la Editorial Gente Nueva de Cuba, a mi amigo escritor Julio Llanes, fundador de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en Sancti Spíritus, por la invitación que me cursaron. También quiero agradecer a la Asociación General de Autores del Uruguay, AGADU, por ayudarme a hacer posible mi concurrencia aquí. Es un honor para mí estar en esta casa. José Martí tiene mucho que ver conmigo y mi país. En 1889 él escribía crónicas quincenales para un periódico uruguayo, pero ya desde dos años antes, desde abril de 1887, ejercía como Cónsul de la República Oriental del Uruguay en Nueva York ¡Qué inmensa representación tuvo mi pequeño país, entonces! Pero además su nombre estuvo siempre presente en mis primeros años de vida, en mi formación, cuando se lo nombraba y estudiaba y evocaba y recitaba en el seno de mi familia y de mi escuela. Así que me siento muy emocionado de poder decir un puñado de palabras en esta Sociedad Cultural que lleva el nombre José Martí.
Se nos ha convocado a este panel para responder a la pregunta: ¿por qué escribimos para niños? La verdad, es que yo lo hago, entre otras cosas, porque a veces pienso que ya escribir para adultos es una pérdida de tiempo. Vivimos en un mundo expuesto a tormentos de todo tipo, generados por los adultos que detentan el poder a escala planetaria. Es el mundo adulto el que ha creado un sistema, una forma de vida y de relaciones donde reina la ilusión del consumismo superfluo como sinónimo de felicidad. La humanidad hoy consume y consume hasta consumirse, condenada a sucumbir en medio de lo banal y lo innecesario.
Millones de seres humanos malgastan su valiosísimo tiempo para ganar dinero que les permita comprar lo que después ni tiempo tienen para usar, porque deben usar ese tiempo para generar dinero para pagar lo que compran. Parece que los adultos estamos condenados a vaciar nuestra espiritualidad para llenarla de modernos espejitos de colores que se presentan como la consagración más alta de la vida humana. Tener el último teléfono o el mejor televisor nos da la grandeza. Parece que poseerlos nos hace mejores. Para satisfacer ese consumismo que nos han creado, las grandes empresas producen millones de toneladas de cosas que no necesitamos. Otras producen millones de toneladas de armas y municiones para defender a las empresas que producen esas cosas innecesarias y se hacen las guerras para dominar el mundo y ganar más mercados. Unas y otras, a su vez, utilizan millones de toneladas de productos que dañan la atmósfera, el agua, la tierra y, sobre todo, el alma de las personas. El asunto es enriquecerse con dinero, con propiedades, con poder. Es la cultura que pregona que las personas valen por lo que tienen y no por lo que hacen y lo que son.
No importan los costos aún si ese precio es la destrucción propia y del mundo. La humanidad parece haberse convertido en una bestia que se devora a sí misma por la guerra, por la contaminación, por la destrucción del planeta, por el individualismo, por el fundamentalismo, por el pensamiento único y la gula consumista, incapaz de oír y de oírse, de ver y mirarse. Ese mundo adulto contamina el alma de las personas ya desde niñitos, para que cuando sean grandes se dobleguen ante el poder del dinero, de la frivolidad, del consumo, de la violencia y de la estupidez, y se conviertan en mercados llamados libres, que suelen ser lo menos libre que tenemos y lo más sujeto y dependiente del poder que todo lo determina.
Lo terrible es que si ese es el único mundo referente que tienen nuestros niños, pues será ese el mundo al que accedan. Eso pasa para todos, sin distinción de clases. Los oprimidos del mundo muchas veces también quieren parecerse a quienes los oprimen y esa tal vez sea la peor forma de sojuzgamiento y opresión, sin comprender que estamos gobernados por un poder esencialmente violento, destructivo, cuya esencia es que la riqueza del mundo esté cada vez en menos manos y la pobreza, del bolsillo y del alma, engulla cada vez a más personas.
La única alternativa es la liberación y para mí, escribir para niños es compartir con ellos un territorio de libertad, seguramente imperfecto, limitado, chueco, pero de libertad.
Yo quiero vivir en otro mundo y por eso escribo y priorizo mi trabajo para los niños, las niñas y los jóvenes que están llamados a construirlo y ojalá ellos y ellas sean mejores que nosotros.
Mi literatura es, o intenta ser, un mundo de sueños, de esperanzas, de desenfrenada fantasía, de imposibles mágicos que, sin embargo, ya nomás al expresarse, comienzan a transitar el camino de las cosas posibles.
Escribo porque encuentro un momento de libertad donde me resisto en cada letra, en cada palabra, a que ese mundo de la destrucción ingrese en el mío y me impida crear, pensar y soñar.
Escribo para niños porque allí creo que podemos tener un acuerdo entre el escritor y esos pequeños grandes lectores para hacer un frente de resistencia a los valores terribles que este sistema actual, de convivencia desigual e hipócrita, nos quiere imponer. Los valores del individualismo, de la mentira, del aparentar ser, del querer ser igual al que nos oprime, de la superficialidad de espíritus, de la incapacidad de querer y que nos quieran, de soberbia y frivolidad.
Fíjense ustedes que estamos destruyendo la naturaleza porque, en realidad, nos ubicamos fuera de ella y no como parte de ella, pertenecientes a ella. ¡Hasta decimos que dios la creó! Pobre mi dios que lo pongo fuera de la maravillosa naturaleza. ¡Hasta nos posesionamos en el punto más alto del reino animal! Por favor. No entiendo reinos sin reyes. En el mundo animal y vegetal no existen reyes. Existen seres que se complementan y nosotros no podríamos existir si en el planeta no hubiera insectos, especialmente hormigas, por ejemplo. Así que basta de vanidades y arrogancias.
Esta casa esférica y azul que anda casi a la deriva por el cosmos, parece condenada a sufrir a causa de la negligencia suicida de una de las especies que la habitan: nosotros.
Me siento en deuda con los niños, las niñas y los jóvenes. Los trajimos sin permiso. No es este el mundo que quiero para ellos. Quiero que ellos sean capaces de construir uno mejor. No hablo más del futuro. Hablo de aquí y ahora. Pienso cincuenta años para atrás, cuando yo era un niño, cuando me decían que yo era el futuro y yo soñaba con él y, la verdad, no es hoy este futuro que yo soñé ayer. Ojalá que nuestros niños digan mañana que ese sí es el futuro que sueñan hoy.
Permítanme terminar estos breves argumentos con un poema que, paradójicamente, escribí y edité para adultos en un libro que se llama Encuentros en el siglo de los afectos, hace ya más de 10 años, y que se titula con la vida en estos tiempos:
felices por la alegría
dolidos por lo sufrido
por el mártir que admiramos
y también por el martirio
tratando de compensar
surcos llenos y vacíos
labrando siempre labrando
campos fértiles y abismos
mil oasis y desiertos
montañas y precipicios
lo único que deseo
hermano mi gran amigo
es que cuando tú me leas
leas más de lo que digo
y cuando te toque irte
te valga el haber venido
entonces allá en la muerte
tú y yo seremos lo mismo
tan sólo un poco de pasto
o en la parra dos racimos
un árbol o la semilla
del árbol que no ha nacido
en este libro un poeta
y un lector en este libro
dos pedazos de la obra
que los dos hemos escrito
no puede faltar ninguno
con las ausencias no hay libro
porque el escritor existe
en aquel que lo ha leído
el día que yo me vaya
no será ni parecido
al día que me trajeron
sin avisar y querido
entonces cuando me vaya
me valdrá el haber venido
Muchas gracias